Baldosas

Pesadillas reincidentes.
Subproductos del inconsciente que traen tras de sí, un mensaje.
Otra de las muchas facetas de la Realidad del Sueño.

Son inquietantes de vivir, tan nítidas y claras:
en ellas el agua bulle, cristalina, fría y sin control,
como la sed que la busca desesperada en un desierto.

Soñé un lugar en el que aparecía de repente.
El absoluto silencio y La familiar Oscuridad, regándolo todo.
Estoy descalzo, las plantas del pie lastimadas, pero no me percato de ello hasta que abro una puerta.
Sus goznes no rechinan, su picaporte es inerte al tacto.

Me cuesta caminar cuando me detengo a pensar en ello. Estoy en un colectivo, yendo hacia un destino particular. Estoy escapando de alguien, o regresando a algún lugar al cual llamar mi hogar.
Sé que no tengo más saldo en mi tarjeta de viajes, y la ansiedad hace que me baje demasiado lejos de la parada a la que pretendía arribar. Maldigo mi estupidez, miro las baldosas de la vereda, tan familiares, vistas tantos cientos de veces para evitar tropezar.

Aparezco en un sótano, o lo que percibo como tal.
Una vez más no se puede ver nada, pero intuyo el sitio donde está la puerta-trampa para salir de ahí.
No hay ningún sonido, como si nada existiera. Abro la puerta.

Estoy en un jardín. El pasto recortado y húmedo por rociadores, como en las casas-quintas típicas.
Me veo rodeado de perros a mi alrededor. Perros feroces. Perros peligrosos. Tal vez cuatro o cinco.
Algunos duermen, otro me mira, a centímetros de mi rostro.
Gruñe, y los demás perros se percatan de mi presencia. Comienzan a ladrar furiosos, rabiosos.
Busco un rostro familiar que interceda por mí, porque sin estar desnudo, nada llevo encima. Entro a una casa de puertas y baldosas blancas, y me encuentro a alguien que no conozco, pero me detesta.

Una mujer me mira, despectiva, mientras sus perros a mi alrededor gruñen en clave de amenaza.
Dice palabras que no comprendo, pero veo la decepción en su mirada. Entiendo que no debo estar ahí, y quiero escapar, sabiendo que hay más gente en esa casa, que es la hora de la siesta, y que todos tendrán un amargo despertar.
Y lo hacen.

Son tal vez cuatro o cinco mujeres mayores que no conozco, pero su desprecio me es bien familiar.
Sigo sin entender las palabras, pero leo en sus ojos el mensaje que me quieren transmitir:
"Arruinaste todo". "No tenés por qué estar acá". "No hay nada para vos, desaparecé".
Su odio es tal que me compele a huir.

Me escucho pidiendo perdón sin saber por qué, ofreciendo excusas de las que no me puedo adueñar.
La casa se convierte en un laberinto de puertas blancas y negras, de paredes que llevan a ningún lugar. Los perros no dejan de seguirme, y se inquietan cada vez más. Su mordida está muy cerca, más nunca llega. Me rodean, ladran con mayor encono. Necesito salir de acá, pero no sé dónde estoy. Cada vez que abro una puerta llego a otro sitio en el que ya había estado, como si no pudiera escapar.

Hasta que baja unas escaleras una criatura, supongo una niña de unos 12 o 13 años, rubia.
Me dice que ella me va a sacar de ahí, que suba la escalera. Los perros comienzan a babear con rabia humana, casi percibo el tamaño de la herida que sus dientes me podrían hacer.

Subo la escalera. Salgo a un jardín que recuerdo de la infancia. Otra vez las baldosas, rojas esta vez, me recuerdan dónde estoy. Pero la persona que busco inconscientemente no podría estar ahí. Los perros a mi alrededor. Las mujeres a mi alrededor. No entiendo palabras; sólo leo desprecio, decepción, disgusto. Aparece la persona que busco, me pregunta qué me ocurre. Me abraza. Me dice que me calme. Los perros se alejan de mí. Me acompaña a la verja de salida.

Ahí me percato que esa persona falleció hace años, pero se lo veía tan bien.
Sigo caminando, anonadado, por calles que conozco. Estoy cerca de mi destino, de mi casa. Camino un poco más.

Me sorprende llegar a una plaza que geográficamente no podría estar allí. Veo un gran árbol, tremendas raíces forman una gruta de la cual bulle agua. Fría, cristalina y sin control. Trepo el árbol imposible hacia una altura familiar. Veo un chorro muy fuerte de agua; esta vez percibo su sonido.

Luego, todo se vuelve oscuridad.
Y abro una puerta que me lleva otra vez a esa laberíntica casa de perros furibundos y mujeres que me desprecian; esta vez consciente de que la persona que me salvó no está entre los vivos, y no va a volver a aparecer. En mi desesperación, busco a la niña de las escaleras. Sólo encuentro a estas mujeres, que me increpan acerca de por qué volví a ese lugar. Quiero decirle que no era mi intención, que sólo quiero salir de ahí, avanzo desesperado a través de pasillos blancos y negros, otra vez extraviado en Ningún Lugar. Conozco los sitios, unidos como retazos, y la frustración de ser incapaz de llegar a destino (porque la geografía es simplemente imposible de comprender) me llena de rabia impotente.

Y abro los ojos, sobresaltado, esperando no volver a aparecer en ese sitio,
y me doy cuenta de que estoy en Realidad adonde en el Sueño deseaba llegar:
mi casa.

Podría pasar años interpretando los mensajes,
pero recuerdo que no son las palabras, sino El Mensaje,
el desafío que me resta interpretar.

Y así como lo recuerdo, lo escribo acá.








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