Volví
La playa era la misma: pasteles negros con voz propia en un papel húmedo, con ligeros colores fríos en cada detalle y costa visibles; sus aguas rasgadas por telarañas de espuma repetidas a través de las líneas de horizonte que, incluso en un fotografía, no dejarían de moverse.
Había huellas visibles, testimonios de gravedad, volumen e historia vinculando humanidad, arena y olas... Huellas en el camino, que se va haciendo al andar, de pasos constantes y personales hiriendo ese límite entre el líquido y el sólido que, como el cemento fresco, es capaz de oficiar en lugar de la memoria.
El cielo tenía el mismo color: sedas de ciruela esbozando una tormenta, aguas eternamente quietas, brillando con luz prestada. Refracciones de rosas, azules y violetas fugaces, fogosos, eternos y fríos.
Las estrellas brillando explotaban cual fuegos artificiales en la distancia; sus chispas mudaban colores, destellos dorados en astillas de luz tenue.
Sin detenerse a observarlas, uno podía sentirse forastero a un clima festivo celebrado a demasiados metros de diferencia de las intenciones de participar.
Y siendo el cielo y la tierra los mismos que la última vez que compartimos esta postal de sueños compartidos... La luna, única testigo de nuestra intimidad, no estaba en ninguna parte.
Ambos desaparecimos, y sin habernos visto nunca, olvidamos todo lo que compartimos.
Pero en busca de trascendencia, a estas playas, volví.
Estas líneas, de esas otras huellas extinguidas, son prueba suficiente.
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