El sentido del perdón

En las horas que se suceden desde el punto de vista de nuestra vida, vamos conociendo nuevas personas. A veces en simultaneo, vamos también despidiendo a otras. Caminamos con la ilusión de la permanencia por gran parte de nuestra vida, cuando en realidad todo nuevo día es saludos y despedidas.


Desde donde nos toca hacer u obrar, conscientemente ponemos -más o menos- empeño en mostrarnos tal y como somos. Hacemos porque queremos, o porque sentimos que debemos, o porque creemos que nos corresponde.


Muchas de estas veces, ocurren diferencias.
Las observaciones agudas demasiado demoradas hieren como navajas.
La auténtica preocupación se escucha como un exagerado despecho.
La palabra "no" cobra la forma sinónima de la expresión "te odio".


Muchas veces, podemos equivocarnos al dar o al recibir.
En nuestra estirpe inacabada la perfección existe sólo como idea.
Y no está mal tenerlo presente de vez en vez.


En el afán de no herir y de darnos a entender con claridad,
el miedo a causar daño sin intención se transforma en orgullo.
Y bajo este orgullo se abriga el silencio de la reflexión, la especulación, o la obstinación.




Cuanto más pretendemos acercarnos, tanto más parece que estamos dañándonos mutuamente.
No es nuestra intención dividir, sino aglutinar. Evitar a toda costa la sensación de soledad.
Y a veces, sólo basta pedir perdón.


Si nuestra intención es conocernos a nosotros mismos a través de los demás,
no existe orgullo que pueda sobreponerse a la búsqueda de la verdad.
El perdón nos recuerda eso, tapado entre las hilachas de su austera naturaleza.


La vida no es más que días de saludos y despedidas.
Muchas veces, ocurren diferencias.
Muchas veces, podemos equivocarnos al dar o al recibir.
Para lidiar con esa balanza de subjetividades, existe el perdón.




Vivir es en esencia un trámite muy sencillo.




Con esto también digo que he sido y seré esclavo de mi orgullo,
y que si algo de mí te hiere no ha sido nunca ni será mi intención.









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